Hace ya varios días que el sueño salió de su marco nocturno
para seguirme durante el día, palpitándome en la cara como una flor púrpura que
no se deshace aún después de mojarla en café.
Cierro los ojos, mi cuerpo se pone pesado;
los abro,
permanece pesado.
Conozco bien el remedio a este mal que me afecta a cada
momento: tu piel de brasas.
Es cierto que tu cuerpo arde, por razones que no intento
explicarme siempre está en llamas, contrario al mío que sufre la cualidad
inerte del frío. Me hace pensar un poco en la muerte, un poco en la tristeza y
mucho en la noche y pieles azules.
Pero no hoy. Hoy no habrá una piel·fuego tostada por el sol
y su propio calor donde repose mi pesado cuerpo sonámbulo mientras aspiro su
aroma de musgo, lluvia, tierra, sal y sudor.
¿Por qué no pudiste olvidar tu camisa sudada sobre la cama esta
vez?
***
Es un hecho que tu cuerpo huele siempre a sudor.
Una tendencia casi primitiva me obliga a olerte cada vez que
tengo oportunidad. Sobra decir que ésta acción se repite innumerables veces
mientras tu cuerpo yace desnudo debajo de mí.
Culpo a tu inagotable mar de hormonas por el aroma que
desprendes y que yo considero sensual y a ti te avergüenza sobremanera, no entiendo
por qué.
Más de una vez me ha sido imposible contener mis ganas de
morderte los hombros después de haber olido tu piel, las reacciones de mi
cuerpo hacia tus atractivos físicos son incontenibles.
Es extraño decirlo pero esta noche, aún cuando no estás,
puedo asegurar que percibo el olor de tu sudor.
Casi podría tocarte si cierro los ojos...